
Sabes que te hallas en un lugar único, como el Tesoro de Petra, el Taj Mahal o el Machu Picchu, por poner ejemplos vividos. El Panteón de Roma embriaga con una sensación especial, y no únicamente por combinar las dos grandes almas que marcan la ciudad: su pasado conquistador y su carácter de baluarte del catolicismo. El Panteón de Agripa, construido en esa legendaria etapa y consolidado desde hace siglos como uno de los grandes templos del cristianismo, sorprende, remueve y abstrae.
Las ornamentadas tumbas de Vittorio Emanuele II y Umberto I, junto a su esposa, Margarita de Saboya, atraen la mirada por su grandiosidad, mientras que la más modesta de Raphael lo hace por la dimensión del artista y porque, inusualmente, alguien procedente del mundo del arte tenga un espacio de descanso sempiterno en un templo tan emblemático.
El impresionante altar del Panteón de Roma

Las figuras esqueléticas que decoran la mesa del altar conmueven por su descarnada exhibición de la fugacidad de la existencia terrenal, al igual que lo hace la silueta del Jesús crucificado en el atril. Sin presenciarlo en directo, impacta ver en pequeñas pantallas laterales imágenes de la lluvia de pétalos en
Pentecostés desde el archiconocido y sorprendente óculo. O tratar de calcular cómo es capaz de drenar con rapidez el agua que por él penetra, esta vez de la lluvia real, la hídrica.
Relaja y estresa a la par (esto último, por la cantidad de lugares hacia los que dirigir la mirada) sentarse en uno de sus bancos y contemplar tanto las paredes milenarias como las estatuas seculares, y, al mismo tiempo, a las personas que, con cierto estrés, buscan captar todo en fotografías y vídeos por medio de un frenético movimiento de móviles que contrasta con la armonía que transmite el lugar.
El óculo que todo lo parece abarcar convierte en insignificantes a quienes se sitúan bajo su luz e intentan comprender cómo una estructura de estas característica permanece impertérrita pese al paso de los siglos.
O contemplar sus seis enormes esculturas, incluida la de la Madonna con el niño Jesús, monocromáticas. O el recargado y frondoso culmen de sus 14 impresionantes columnas que, desgajadas de los muros, sobresalen para mostrar su grandiosidad romana. O los seis candelabros erguidos e imponentes en el altar que custodian a un séptimo, el que sustituye la vela por otro Jesús, en este caso ya adulto y crucificado.
Podríamos seguir hasta el infinito observando cada detalle. Palacios, castillos o iglesias existen muchos, aunque difieran en rasgos; no obstante, panteón con su renombrado y singular óculo, solo uno. Te sientas en uno de sus bancos y sientes el edificio, su capacidad sobrecogedora.
Al final, sales porque eres consciente de que el fluir de personas obliga a hacer relevos en su visita. No obstante, te vas mirando hacia atrás, sin querer dejar de atisbar cualquier matiz. Porque todos impresionan. Me ratifico en considerarlo mi monumento imperdible de Roma.
Otros artículos que te recomendamos:
Dejar una contestacion