París, siempre París…entre protestas, recuerdos y novedades

Siento como si volviera a quedar con una añorada amiga de juventud cuando subo al vuelo de Air France en dirección al aeropuerto de París Charles de Gaulle. Hace más de 20 años que no visito una ciudad a la que durante una década, ya fuera por trabajo o por placer, me desplazaba para pasearla prácticamente cada año. Y siempre me faltaba tiempo y me sobraban ganas de continuar.

Acostumbrado a las compañías de bajo coste, la amabilidad, la bebida y el aperitivo en el vuelo me deslumbran. Por aquellos tiempos en los que visitaba Paris formaban parte de la rutina de los trayectos.

Y envuelto en esa nebulosa de recuerdos y sensaciones  aterrizo, me subo en el autobús para trasladarme de la terminal 2G a la 2F, donde me zambullo en el tren RER B y me lanzo al corazón de la capital francesa justo en época de protestas y revueltas por el incremento de la edad de jubilación.

Parada en Chatelet para hacer trasbordo de tren a metro, a la línea 14, hasta Porte de Clichy, en las cercanías del hotel en el que nos alojamos. Estamos el tiempo indispensable para registrarnos y dejar las maletas.

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La Torre Eiffel, el símbolo de París. Imagen: SQV

La panorámica del Sena con la torre Eiffel no puede esperar más, aunque las obras en el metro que nos impiden bajar en Invalides y nos alejan unas cuantas paradas retrasan el momento, como también lo hace la exhibición equina que llena de casetas y desluce la explanada de Campos de Marte.

Y ahí está, erguida como siempre, con un tono más marrón del que recordaba, el emblema parisino por antonomasia. La torre férrea y hierática. Imponente, para resumir. Y, como tantas otras veces excepto la primera, me conformo con sentarme a sus pies, sobre el césped, mirarla y admirarla.

La torre se ve desde abajo. Desde arriba, izado sobre cualquiera de sus pisos, la sientes y lo que observas es Paris. No me gusta ascender. Pienso que si me adentro en su corazón me pierdo su belleza. Me atrae su visión desde abajo, sintiéndola tan enorme. Y, una vez más, con esa percepción me quedo. No entro ni subo.

Protesta en la Concorde

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Imagen: SQV

Desde allí nos desplazamos junto a esa serpiente hídrica que divide la metrópoli, el Sena, alternando una orilla y otra en dirección hacia la parada de metro de Madeleine. El destino, guiado por Google Maps, hace que pasemos por los Campos Elíseos, que en la lontananza contemplemos el Arco del Triunfo y que en primera fila, en la plaza de la Concorde, nos topemos con decenas de furgonetas de policías antidisturbios mientras una multitud entona gritos de protesta. Nos desvían continuamente de una calle a otra.

Está casi todo cortado. La tensión, que se desparramará una hora más tarde, ya se palpa en el ambiente. Al final, siendo testigos de las protestas y con la embrutecedora visión de las bolsas de basura que se expanden por las aceras debido a la huelga de recogida, conseguimos atravesar la plaza y llegar a la parada de metro para retornar al hotel y cerrar, con una cena frugal, este primer día.

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Imagen: SQV

El segundo día no merecía un desayuno genérico en el hotel, sino algo más parisino. ¿Y qué mejor que un crepe con nutella, aderezado con coco rallado, mientras paseamos? Pues sí, esta degustación típica francesa ingerimos mientras nos dirigimos a la plaza de Saint Michel, junto a su fuente (vacía este día) sobre la que se iza la imagen del citado santo luchando contra el diablo y que constituye uno de los numerosos sellos que dejó en la ciudad la reforma de Napoleón III.

Allí comienza la visita guiada por el Barrio Latino. Esta vez con la agencia Civitatis y con el madrileño Ángel como guía. Entramos en la luminosa, desde dentro y aunque no lo parezca al observarse desde fuera, iglesia del santo peregrino Severino, nos plantamos ante la Sorbona y conocemos el origen de su fundación en el siglo XIII por el capellán Robert de Sorbone y cómo la transformó en universidad elitista el cardenal Richelieu. Terminamos delante del imponente panteón en honor a las grandes personalidades de la patria francesa.

No obstante, del Barrio Latino yo tengo un recuerdo gastronómico imborrable que quiero contrastar con la realidad. No se trata de algo glamuroso, sino de una vivencia que repetía con fruición cada vez que visitaba Paris y que quiero renovar física y mentalmente. 

El añorado bocadillo

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Estadio del Parque de los Príncipes. Imagen SQV

Se trata de adentrarme en la calle de la Huchette (de la que sale la más estrecha de la ciudad, la del Gato que pesca), pasar por sus locales de kebap (aquí más conocidos como restaurantes griegos) y pedir un gyros baguette o sandwich.

Te rellenan el pan con lechuga, tomate, salsa de yogur, carne de pollo o cordero, lo envuelven en papel y luego -y aquí llega la gran diferencia- coronan el bocadillo con un buen puñado de patatas fritas sobre él para cuya ingesta te dan un tenedor de madera que sirve de ayuda. Lo devoro sentado en un lateral de la fuente de Saint Michel, ya que apenas observamos bancos urbanos. Delicioso. El recuerdo no se ha enturbiado.

La catedral de Nôtre-Dame sigue cerrada por obras y con su exterior afeado por las grúas. Nos dirigimos, por tanto, hacia nuestro siguiente objetivo, ubicado en Boulogne, al final de las líneas 9 o 10, ya que con ambas se puede acceder. Consiste en el famoso estadio del Parque de los Príncipes, en el que juega sus encuentros y encumbra su negocio el Paris Saint-Germain.

No se disputa partido alguno hoy; aunque sí existe la posibilidad de hacer una visita por parte de sus instalaciones, que es lo que llevamos a cabo. Imposible, por cierto, comprar las entradas con Master Card. Solo puedes con Visa, como ocurría en el interior de los estadios en el mundial de Qatar, país propietario del club francés, por cierto.

Sala de prensa, espacio de declaraciones o ´canutazos´, tribuna, sala de trofeos y, sobre todo, acceso a la altura del césped. El estadio tiene un tamaño reducido que permite reunir a poco menos de 50.000 personas; no obstante, su diseño, con las ondulaciones de tu techo, es precioso. Recorremos, fotografiamos, entramos en la tienda oficial del club a comprar el balón más pequeño que venden y emprendemos el camino de regreso en un metro que se abarrota dos paradas después.

Entre la huelga, las protestas y las obras están cerrando numerosas estaciones y dificultan los recorridos. Mientras, salvo en algunas calles del centro, las bolsas de basura siguen apilándose en las aceras y forman montañas más altas que la mayoría de transeúntes y que ya se han mimetizado con el paisaje urbano.

Montparnasse

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Basílica del Sacré-Coeur. Imagen: SQV

El tercer día comienza con el ascenso hacia Montparnasse, que aunque no creo que tenga la altura del mítico monte Parnaso consagrado al dios griego Dionisio sí requiere de su esfuerzo para alcanzarlo, que se hace más duro cuando lo acometes esquivando las bolsas de basura que se acumulan en las aceras, en unos tramos mucho más que otros. La huelga de recogida parece no tener fin, aunque a unos barrios afecta más que a otros.

Encima, no nos hacemos con ninguna crepería por el camino, con lo que nos vemos «obligados» a recurrir a una boulangerie para desayunar. Yo compro un pain au chocolat, un nombre que siempre me ha parecido más elegante, e incluso pretencioso, que decir napolitana de chocolate. La exquisitez francesa. Como suele suceder tiene bastante más de lo primero, de pan, que de lo segundo, chocolate. En cualquier caso, sacia el apetito.

El ascenso, tras el tramo final por escaleras, termina en la concurrida iglesia del Sacré-Coeur, rodeada de pintores en busca de lanzar toda su ironía sobre quien acepte que le hagan una caricatura, que no es nuestro caso. Disfrutamos de la espectacular panorámica de la ciudad y nos colocamos 15 minutos en la cola para entrar en el templo, hasta que nos cansamos y decidimos que no esperaremos otros 30 o 40 que nos restan. El aire gélido enturbia un sábado despejado.

Bajamos hacia el inconfundible Moulin Rouge. De camino nos paramos en un Le Pain Quotidien, la cadena famosa por sus desayunos de cruasanes y tostadas, para calentarnos con un chocolate. Te sirven una taza con leche y, junto a ella, una jarrita en miniatura con unos 30 mililitros de chocolate espeso que mancha la leche cuando lo viertes sobre ella y le aporta un sabor amargo, ideal para quienes disfrutan con el chocolate negro, pero poco recomendable para quienes se suelen decantar por otros.

Moulin Rouge y Louvre

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Moulin Rouge. Imagen: SQV

Continuamos hasta plantarnos ante el infinitamente fotografiado Moulin Rouge, no sin antes pasar, en nuestro descenso, por otro molino típico del barrio que ejerce de techado de un restaurante. Y, desde aquí, seguimos en dirección hacia el Louvre. Hoy nos hemos puesto un doble objetivo de grandes clásicos parisinos.

Eso sí, no estamos dispuestos a renunciar a nuestros crepes. Lo logramos y con nota. Justo en la puerta principal del museo hay un carrito que dirige un hombre vestido de capitán de navío del siglo XVIII, con dos sables con los que repela la mantequilla.

Armado de un inagotable sentido del humor y con unos precios bastante económicos (cuatro euros la gallete de queso y jamón york y tres el crepe de nutella, que denomina Nutellix), nos permite disfrutar de un descubrimiento curioso para anotar en nuestro periplo y de una agradable elaboración para nuestro paladar.

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Museo del Louvre. Imagen: Matt_86, en Pixabay

Perfecto para adentrarnos en el museo con nuestros tíques impresos y comprados para las 15 horas. Pasamos junto a la Victoria de Samotracia y nos dirigimos hacia la tantas veces fotografiada y grabada Mona Lisa o Gioconda, que siempre impresiona por su sonrisa y, sobre todo, por su mirada, que o te ladeas mucho o parece que siempre te observa. Nunca decepciona. 

Como el museo en sí, vayas a la sala que sea. En este caso me sorprende más la dedicada a la pintura española, con las obras de Murillo o El Greco.

Salimos y ya está montada la protesta diaria, lo que provoca que hayan cortado la salida hacia la que nos desplazábamos y tengamos que dar más vuelta. Esto último es lo de menos; lo de más, que han bloqueado la calle en la que tenía su carrito de crepes nuestro capitán y ya no podremos saborearlos más. Otro hito que apuntar para la siguiente visita a París.

Paseamos por el centro hasta la parada de metro de Chatelet, donde subimos a la habitual línea 14 que nos desplaza en dirección a Porte de Clichy, nuestro final de etapa por hallarse en las cercanías de nuestro hotel.

Despedida con cruasán

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El último día permite comprobar que, pese al buen tiempo del que hemos disfrutado, en París sigue haciendo frío y lloviendo con bastante asiduidad, y para saborear otros dos clásicos combinados en desayuno: cruasán y omelette, la clásica tortilla francesa que tiene un regusto especial. 

El viaje da para poco más. El regreso lo hacemos vía el aeropuerto de Beauvais, lo que implica desplazarse en RER hasta Porte de Maillot y, desde ahí, subir a uno de los autobuses que hacen el trayecto en aproximadamente hora y veinte minutos por 16,90 euros si compras el billete con anticipación.

Y así, con la sensación de que el reencuentro con la añorada amiga ha resultado demasiado fugaz, concluye el viaje y la crónica. Nos comprometemos a una cita que no se dilate tanto y que nos permita dedicarnos más tiempo para ponernos al día y disfrutar de nuestros recuerdos comunes. Y nos deseamos que no coincida con una nueva huelga de recogida de basuras que afee la ciudad. Au revoir! O, mejor, À bientôt!

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