Comenzamos esta crónica viajera por las islas británicas en una carretera de menos de unos mil metros que enlaza Portland con Inglaterra y en la que pasaremos por las islas de Guernsey y ciudades como Cork, Cobh, Dublín o Belfast. Esta saliente reconvertido en península se expande por apenas seis kilómetros de largo y poco más de dos de ancho. Su mayor encanto lo constituyen los cuatro castillos del siglo XIX que protegían este tramo costero y que ahora se ha convertido en reclamo para los visitantes. En lugar de enemigos, en la actualidad los rodean zonas ajardinadas.
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Se trata de uno de esos lugares que no visitarías si no fuera por una ocasión muy singular. En este caso, se trata de un recorrido de unas pocas horas que nos permite subir a North Fort por una diminuta playa atiborrada de algas y que ofrece la posibilidad de contemplar desde la ciudad una vertiente del Canal de la Mancha para descender por su bahía principal y adentrarnos en el casco urbano.
Un busto real y una réplica del reloj de Londres presiden sus arterias peatonales principales, aunque su zona de ocio más concurrida se extiende alrededor de su puente levadizo, donde se practica la pesca de cangrejo con red, para depositarlos durante unos minutos en un cubo con agua marina y devolverlos a su hábitat atlántico poco después.
Mientras observas a numerosos niños y adultos realizando este entretenimiento puedes degustar fish and chips que compras para llevar. De forma paralela, las protestas con pancartas se reproducen contra cruceros.
Las islas de Guernsey: siguiente etapa
Las islas de Guernsey se convierten en la siguiente etapa. Están ubicadas en un extremo del Canal de la Mancha, más cerca de territorio francés, aunque desde el siglo XI, por cuestiones de guerras monárquicas, forman parte de Inglaterra. Y aunque Francia trató de recuperar las islas de Guernsey, apenas pudo hacerlo durante unos años, sobre todo el castillo de Cornet.
El cañonazo y Víctor Hugo
Este último, ubicado al final del Castle Pier o alargado espigón del puerto, tiene sus orígenes en el siglo XIII y atesora una interesante historia por los cambios de dominio en diferentes guerras. Incluso fue ocupado por la Alemania nazi hasta la liberación de Francia. A las 12 de cada día su cañón principal hace un disparo que recuerda la longeva trayectoria de esta fortaleza de la islas de Guernsey.
Desde la casa donde vivió su exilio el escritor Víctor Hugo puede escucharse con nitidez. Rompe la tranquilidad de la paz que se vive en su coqueto jardín. En las islas de Guernsey todavía recuerdan el cariño con que trataba a sus nuevos conciudadanos.
El día lluvioso y frío no da pie a grandes paseos por las islas de Guernsey, aunque permite transitar con rapidez por sus calles adoquinadas, visitar la iglesia protestante dedicada a su patrón, Saint Peter, de imponentes vidrieras, tomar un chocolate caliente y recorrer su bahía. No hay tiempo para mucho más, aunque la idea de subir a los autobuses 91 o 92 que circunvalan esta isla resulta apetecible.
También supondría un atractivo trasladarse a alguno de los islotes cercanos de las islas de Guernsey, mucho más tranquilos si cabe en este territorio que goza de un estatus específico, con parlamento y moneda propias, exenciones fiscales y entidades bancarias por doquier. No hay tiempo para tanto debido a la brevedad de la visita. En cualquier caso, permite saber de la existencia y, principalmente, de la singularidad de Guernsey.
Parada en el recorrido por las islas británicas en Cork y Cobh
Cork es la vieja conocida, y Cobh, la grata sorpresa. De la primera no hace falta destacar que emerge como la tercera ciudad de Irlanda, para lo que le basta superar por no mucho los cien mil habitantes. El trazado del río Lee la divide y, a la vez, le da más vida. Visitamos el English Market, que hace las veces de mercado minorista y, al mismo tiempo, de escaparate de productos locales y de buen punto para disfrutarlos.
Desde allí vamos al Fuerte Elizabeth, con su recreación soldadesca y su refugio antibombas de la Segunda Guerra Mundial, para acercarnos, acto seguido, a la cercana y monumental catedral. Los siete euros de entrada retraen a la mayor parte de visitantes. Sinceramente, pienso que con aplicar una tarifa de dos euros proporcionalmente obtendrían más beneficios y convertirían muchos monumentos en bastante más visitados.
Desde allí un recorrido por el casco antiguo, en la orilla contraria del río Lee donde nos hallamos, para pasar por delante del célebre museo de mantequilla y desplazarnos hacia la estación de tren con el fin de trasladarnos a la bahía de Cobh.
Esta última sorprende por el contraste de colores de sus casas, al estilo de ciudades de renombre turístico europeas como Bergen o de Gante en esa perspectiva en hilera. Se trata de un municipio muy animado, con su museo de la emigración irlandesa y su recordatorio de la hambruna y de los numerosos autóctonos que hubieron de buscar su sustento en Estados Unidos.
Tiempos recios que aquí se recuerdan con una mezcla de orgullo por la casta demostrada y de temor por la dureza de lo experimentado por sus antepasados. Lo mismo sucede con el Titanic, al que subieron más de un centenar de vecinos del municipio y sobrevivieron al naufragio 43.
Los numerosos pubs junto al estuario y frente a otros islotes de este entrante del Atlántico animan a pasear por la localidad que destaca desde la distancia por su imponente catedral. Construida en el siglo XIX, resulta tan monumental por fuera como por dentro, con sus espectaculares vidrieras.
Dublín y Belfast
En este recorrido en crucero con desembarco en diferentes islas británicas se trata de trazar pinceladas en tu mente sobre los lugares que visitas. No existe tiempo para profundizar; únicamente disponemos de unas horas para tratar de captar la esencia, de lograr que nos llame la atención algo especial o de impactar con alguna escena, monumento o situación que nos marque.
Llegamos, por el mar de Irlanda –ayer transitamos por el Celta-, a la capital del citado país, a Dublín. Lo hacemos desembarcando en el puerto de Dún Laoghaire, a una decena de paradas de tren de la céntrica estación de Tara Street, a escasa distancia del histórico y laureado Trinity College.
Si en otras ocasiones optamos por las visitas guiadas de Civitatis, en esta, por horario y por propuesta, lo hacemos por las de Guru Walks para hacer un recorrido de tres horas por el cogollo de Dublín. Partimos de la superficie del recinto del ayuntamiento, donde descubrieron restos del pasado vikingo de la ciudad. A lo largo del itinerario me sorprenderá –antes me refería a algo especial- la figura de Brian Bouru, el legendario rey celta que unificó a los enfrentados pueblos de la antigua Eire y venció a los asentados vikingos.
Pasamos por el jardín de Dublín, su castillo –que dista bastante de lo que consideramos como arquetipo de esta fortificación por su carácter reciente y el colorido llamativo de algunas de sus partes externas-, el puente del medio penique –por el impuesto que se pagaba por atravesarlo-, el que es más ancho que largo o la conocida zona de cervecerías y restaurantes de Tender´s bar.
Cruzamos en diversas ocasiones a un lado y otro el río Liffey, caminamos por las céntricas calles comerciales, contemplamos el enorme pirulí o farola que homenajea a la independencia de Irlanda, nos plantamos ante las dos catedrales, la local y la nacional, y miramos con detalle el busto del gran santo autóctono (aunque me llevo la sorpresa de escuchar que ha nacido en Irlanda) San Patricio.
Así en una enumeración rápida. Posteriormente hacemos la clásica visita al patio central del antes citado Trinity College y nos tomamos una cerveza (en mi caso, una Coors) en una antigua iglesia reconvertida en restaurante. Por supuesto, entramos en un pub (el Old Storehouse), y nos fotografiamos junto a la estatua de James Joyce.
La degustación óptica da para alguna pase más del pincel de colores del arcoíris de nuestros ojos en un día inhabitualmente soleado como el que se nos ofrece. Pasamos por el mural que rememora los viajes de Gulliver o por la estatua de otro icono local de la escritura: Óscar Wilde. Después de tanta observación concentrada, queda digerirla con un regreso sosegado en tren al barco por la costa, por lugares como Gran Canal Dock o Sandymount.
Cuando visitas una ciudad no muy grande que has paseado no hace mucho tienes que aguzar el sentido para descubrir, dentro de sus principales encantos, alguno que no hayas percibido con anterioridad. En Belfast me sucede nada más empezar.
El precioso palacete que alberga el Ayuntamiento acoge un jugoso tesoro etnológico. Se trata de una extensa exposición, en su planta baja, sobre Belfast. Cada sala trata un tema, que van desde la forma de hablar característica, comiéndose letras y con un tono como de enfado y un acento más parecido al escocés, a su juegos infantiles clásicos o a su tradición astillera, sin olvidar el nombre de sus principales calles o sus avatares políticos.
La ruta del Titanic
Y claro, el Titanic, porque la ciudad gira alrededor del famoso buque que fletó en 1912 y al que ha dedicado toda su zona reformada al otro lado del río Lagan. El imponente edificio monográfico sobre el barco con el hundimiento más famoso de la historia constituye el principal ejemplo, aunque no el único en un espacio kilométrico en el que todo luce como apellido Titanic. Incluso el navío replicado del que consideran su “hermana pequeña”.
La ruta del Titanic está señalizada desde el centro de la ciudad con carteles amarillos. Pasa junto al enorme torreón del Albert Clock o a las concurridas calles peatonales repletas de tiendas de ropa y de pubs.
Después, una mirada rápida a la catedral de Santa Ana –y más calmada a su cripta- y paseo, porque cuando ya has visto lo principal de una ciudad en una visita anterior puedes disfrutar de un caminar más anárquico, sin presiones turísticas. En mi caso, me adentro en una librería de Oxfam y otra particular de obras de segunda mano, entre pasillos estrechos repletos de libros.
Esta vez evito transitar por los espacios que recuerdan a todo el conflicto bélico fratricida y me zambullo más entre callejuelas. Sí que intentamos tomar media pinta de una Guiness o de otra cerveza local menos internacional en el famoso pub The Crown. Nos conformamos con recorrerlo y salir, porque está abarrotado. Y con estos tonos concluye la pincelada de Belfast.
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