
A las seis de la mañana un inmenso haz de luz invade la habitación. El día refulge. Habíamos llegado
a las 12 de la noche al concurrido aeropuerto de Tirana, la capital de Albania y, tras subir a un taxi que nos esperaba, nos habíamos desplazado media hora desde el extrarradio de la ciudad hasta el centro,
donde se ubica nuestro hotel. La primera impresión nocturna de un lugar por descubrir, con la mente algo cansada, nunca suele responder a la realidad.
Tirana, una ciudad cada vez más cosmopolita y turística

Después de desayunar -comprobamos ya por la mañana el gusto compartido con Grecia de
aceitunas, queso feta o verduras asadas- nos dirigimos a la cercana y enorme plaza de
Skandenberg, con la estatua ecuestre del héroe albanés y oteamos los edificios de singular
arquitectura -con forma de rostros uno, otro con un gran cubo sobre otro, un segundo y así un
largo etcétera de sorpresas-.
Vemos fluir la vida en Tirana, una ciudad cada vez más cosmopolita y turística que trata de
preservar su esencia y sus creencias, como lo demuestra tanto en su histórica y recoleta
mezquita del siglo XVIII como en la grande inaugurada el pasado año. Otro calificativo también
para la urbe sería el de universitaria, ya que aumenta su población en unos 300.000 habitantes
en invierno para alojar a los estudiantes que cursan múltiples estudios en una metrópoli que
por sí misma, y sin ese remanente, ya se acerca al millón de habitantes.
Subimos a la denominada pirámide, esa atalaya creada en la época comunista con hasta ocho
escaleras y más de un centenar de peldaños cada una para ascender, desde la que se observa
por un lado el bosque de Tirana con su lago y, por el otro, los rascacielos que crecen en la
ciudad.
Por el camino, algunos de los miles de búnkeres que también ejercen de rescoldo de su pasado
comunista, que la convirtió en el último vestigio tras caer el muro de Berlín y la URSS, o el
conocido como barrio de esa ideología, con la residencia de la élite de aquellas décadas, el
Museo Nacional o la Avenida de los Mártires. Las pizzerías por doquier demuestran, además de
ese carácter cosmopolita, la herencia italiana que precedió a la comunista. Una gigantesca
estatua de Stalin ratifica ese legado comunista.
Camino de Berat, la ciudad de las mil y una ventanas

Desde allí nos desplazamos hacia Berat, en dirección al sur de Albania, ciudad patrimonio de la
Humanidad. Un largo atasco en la autovía nos retrasa e induce a comer en un apartado food
boutique -así se bautiza- junto a un lago en el que degustamos el menú de ensalada, satziki,
patatas y cabrito.
En Berat visitamos la mezquita clásica, la denominada de los solteros y la de los derviches, con
el artesonado bañado en oro aunque sin danza -más propia de estos devotos en Turquía-,
paseamos por sus estrechas callejuelas de trazado medieval y cruzamos el puente que separa
la parte musulmana de la cristiana, cada cual con sus propias iglesias. Ahí nos cuentan la
leyenda de los dos hermanos que se enfrentaron por la misma enamorada y que, por ofender
a los dioses, cada uno quedó convertido en una montaña y, entre ellos, su amada en un río que
fluye bajo ese puente bamboleante de madera.
La ciudad está muy animada. El paseo principal, junto al río que también recuerda esta historia
que exalta la imaginación, se halla lleno de autóctonos y visitantes paseando con pausa
aunque sin tregua. Las luces iluminan la panorámica de las calles medievales de la conocida
también como ciudad de las mil y una ventanas.
La imagen, desde el centro del puente, resulta espectacular, con el castillo en la cima y una
ermita con dos enormes cruces luminosas a mitad de ascenso. Con esa vista en la retina y sin
hambre después de la copiosa comida del mediodía, regresamos al hotel. Porque al igual que
amanece muy pronto también, en agosto, sobre las ocho de la tarde ya anochece.

En el segundo día de recorrido intenso por Albania la primera actividad del día consiste,
precisamente, en ascender hasta la fortaleza de Berat, una construcción amurallada de la
dominación otomana que se extiende unos cinco kilómetros y que se halla habitada por unas
800 personas.
Al ser Patrimonio de la Humanidad el conjunto de la ciudad ocurre, según nos explica Joni,
nuestro guía, que no pueden remodelar las viviendas ni venderlas, lo que provoca que muchas
se abandonen y aunque luzcan fachada, su interior desmerece el exterior. Además de moradas
y de un intenso tráfico de vehículos que obliga a apartarse continuamente en el interior de la
fortaleza, proliferan las mezquitas, la sobresaliente iglesia ortodoxa por la iconografía del
artista Onofre y las tiendas de recuerdos. Desde la cima se contemplan el valle y la ciudad, con
sus tres grandes avenidas.
La histórica ciudad de Apolonia y un refrescón en la playa

Desde allí nos desplazamos a los vestigios de Apolonia, ciudad iliria, creada inicialmente por
colonos procedentes de Korfú en el apogeo helenístico, y de la que además de su teatro
cubierto y su cisterna, resalta su museo, con un impresionante escudo recuperado después de
unir los más de 8.000 fragmentos en los que se encontraba descompuesto. Tremendo calor al
sol y a la sombra, que se atempera en el interior de la iglesia ortodoxa del siglo XVI todavía
activa.
Seguimos hacia la costa adriática, para comer en un chiringuito de playa una sabrosa lubina,
una ensalada griega y un esmirriado calamar y después darse, quien quisiera, un chapuzón en
una playa algosa y de piedras.
Continuamos hasta el lugar donde se produjo la batalla de Dirraquio entre las legiones de
Pompeyo y César a mitad del siglo I antes de Cristo. Ascendemos por la ruta que siguieron los
soldados del célebre Julio César para contemplar otra preciosa panorámica. Se trata de unos
800 metros, con casi 200 de desnivel., con la salida muy cerca del hotel Alpin -en el llamado
Paso de César-, donde nos alojamos, en el Parque Nacional de Llogara.
Cena a base de ensalada griega -que te ofrecen en todos los restaurantes- y sopa local reconfortante en un alojamiento de montaña.
Recorriendo La Riviera albanesa

Tercer día de mucha carretera. Amanece lluvioso anunciando lo que va a descargar y que
condicionará los planes de la mañana. La naturaleza manda. Hoy se trata de recorrer la
denominada Rivera albanesa, plagada de hoteles con playas privadas en las que el alquiler de
hamacas puede llegar a costar 150 euros el día. La primera parada, en Nuevo Palermo, habrá
de ser a resguardo de la lluvia.

El turismo de masas ha encontrado en playas albanesas del mar Jónico un nuevo lugar donde
tomar el sol a un precio creciente a pasos agigantados. En el último quinquenio los precios se
han disparado un 50%. Un plato de pasta en playas como la muy turística de Ksamil -la
población se multiplica por 20 en época estival- ya supera los 15 euros y resulta difícil
encontrar un lugar donde sentarse -por la masificación– sobre la arena con diminuta gravilla,
ya que no es precisamente fina. Aguas cristalinas, eso sí, a diferencia de las adriáticas, con más
algas y rocas.
En Sarande pasas por largas avenidas llenas de hoteles y negocios propios de cualquier núcleo
turístico consolidado del Mediterráneo español: restaurantes, vehículos de alquiler,
heladerías… Eso sí, no de las habituales franquicias. Todo ello contrasta con los rebaños de
cabras -la cabeza de este animal es un alimento servido en numerosos establecimientos
hosteleros- trepando con pericia por los laterales de carreteras que comunican estos enclaves
de turismo masivo playero.
Contrastes albaneses de opulencia y pobreza, masificación en el sur costero y menos población
en el norte de un país que no llega a los 30.000 kilómetros cuadrados de extensión.
Tráfico denso, asfalto sobre el que se avanza con lentitud, panorámicas montañosas, cercanía
a Korfú, y algo cambia cuando nos acercamos a la histórica Butrinto, la ciudad de época
helénica, renovada por el imperio romano y reflotada por venecianos y otomanos en sus
periodos de esplendor. La conclusión consiste en que en ella, pese a haber recuperado en los
diferentes periodos de excavaciones únicamente el 15% de lo que existe bajo tierra, puede
contemplarse vestigios de épocas muy diferentes conviviendo en la armonía que produce esa
unión histórica urbana.
El hecho de ser un día lluvioso alivia el calor de la visita en un yacimiento por la que emergió
como ciudad inexpugnable, construida en un islote del lago del mismo nombre de agua salada,
que el gran orador Cicerón recomendó a Julio César como enclave estratégico. O eso narran
por estos lares.
Y con mucho recorrido por carretera sumado a lo largo de este día llegamos a Gjirokaster, una
ciudad que supera los 30.000 habitantes casi limítrofe a la frontera griega -lengua, banderas
ondeadas y platos típicos los atestiguan- y cuyas animadas calles de bares, restaurantes,
tiendas y música en directo animan a pasearla. Un elevado castillo la corona.
El castillo de Gjirokaster

Cuarto día. Empezamos con el ascenso al imponente castillo de Gjirokaster. No es
pronunciado y el final vale la pena para contemplar la fuerza histórica de Ali Pasha, el longevo –
murió a los 82 años- gobernante que plantó cara al imperio otomano en el siglo XVIII y que
logró dirigir un territorio equivalente a casi la mitad de la actual Albania.
La torre del reloj emerge como su principal baluarte, aunque ejercía de campanario de iglesia.
Lo que demuestra su potencia es principalmente la extensión de sus almenas y su amplia
colección de cañones. En una de sus explanadas un abierto escenario acoge cada lustro un
concurso internacional de isopolifonía, un canto catalogado clásico de Albania como
Patrimonio Inmaterial de la Humanidad que no utiliza instrumentos musicales.
Desde allí nos vamos a observar una de las populares casas torre, pequeñas fortificaciones
urbanas en las que vivían familias opulentas. En concreto, la de Skenduli, cedida como museo
privado y en la que podemos situarnos ante sus seis chimeneas o pasear por los compartimentos en los que se residían más de 20 personas, tanto en las zonas más cerradas invernales como en las luminosas y amplias estivales. Y en el espacio consagrado para bodas.
Autobús y desplazamiento hasta el monasterio de Ardenica, que se libró de la destrucción en
la época comunista por haber albergado la boda del héroe Skanderbeg. Transmite unas
vibraciones especiales, de las que te atraviesan, en su interior, plagado de iconos, con sus
frescos del siglo XVIII y las dos tumbas de sus monjes fundadores, en el XVI. Y música religiosa
constante en este lugar habitado por tres monjes.
Más carretera hacia el norte y mucho atasco viario, adelantamientos complicados, baches… y
el tiempo previsto para recorrer las distancias programadas se multiplica por dos. A ese ritmo
llegamos a la ciudad de Kruja, en la base de una montaña, con una temperatura algo más fría y
con un bazar muy coqueto, en una calle adoquinada y resbaladiza y compuesto por casas con
tejados alpinos. Para hacer un recorrido tranquilo y observar los múltiples abalorios, sin recibir
presiones de vendedores. Y de cena, la moussaka tan típica de la cercana griega y que Albania
incorporó ya hace tiempo a su repertorio gastronómico con la vista del hotel Panorama,
incluido el castillo.

El quinto día comienza precisamente con la visita a la fortaleza de Kruja, el principal baluarte
del gran héroe albanés Skanderbeg, que en el siglo XV plantó cara al mismísimo sultán
Mehmet II y a todo su imperio otomano -en el que precisamente se había formado como
jenízaro- y resistió hasta tres embates.
Además de la imponente fachada, lo que destaca de la fortificación consiste precisamente en
lo más reciente, su museo, que data de finales del siglo pasado. Perfectamente adaptado
arquitectónicamente al entorno, recrea las vicisitudes y gestas del héroe nacional de Albania,
representado siempre en grandes estatuas, con su abundante barba y, en bastantes ocasiones,
sobre un corcel encabritado.
Una enorme pintura recrea una de las victorias de Skanderbeg, con la característica bandera
del águila bicéfala que representa a su familia, frente al imperio otomano. Realmente toda la
ciudad se erige como un homenaje a su figura, la más ofrecida en las tiendas del coqueto
bazar, constituido por viviendas de techos alpinos y con una historia secular.
Hasta la dictadura comunista contribuyó a exaltar al héroe, que, al igual que Ali Pasha, murió
anciano, sin asesinato de por medio. Miles de documentos cuentan sus gestas y su rostro,
idealizado, se representa por la fusión de incontables pinturas con rasgos diferentes de su
época y posteriores. Su gran mérito, que no resulta ni mucho menos baladí, consiste en haber
unido a los diferentes grandes linajes de su época y a gobernantes de países cercanos como
Hungría para frenar al imperio otomano. Incluso tuvo tiempo de unirse a una cruzada cristiana
y ser distinguido por el propio Papa.
Camino de los Alpes Albaneses para sumergirnos en el Valle del Theth
Después de repasar sus gestas, toca de nuevo carretera. Esta vez para comprobar que más allá
de las playas turísticas con mejor o peor comunicación, existe una amplitud de Albania por la
que cuesta más moverse. Se trata de la parte norte. En nuestro caso nos dirigimos a los
denominados Alpes albaneses, con el Valle del Theth -paraíso del senderismo- como destino
final.
Más de cuatro horas tardamos en recorrer unos 160 kilómetros por carreteras repletas de curvas
de difícil giro, saturadas de turistas con vehículos de alquiler -contemplamos uno volcado vertical cortando la calzada- y con socavones que asustan porque no sabes si los podrá superar tu vehículo. Al final, con paciencia, contemplando el paisaje y con algo de mareo en la cabeza, llegamos a nuestro destino, que, al igual que las zonas del litoral, se ha saturado en poco tiempo de visitantes. Un enorme vertedero de basura que circunda una larga calle de hoteles de madera demuestra la rápida degradación del entorno.
Pasamos de calor y camiseta de manga corta a doble manga larga y cena al aire libre acelerada
por el frío. De camino habíamos podido comer en un restaurante ubicado en una amplia
explanada arbolada cerca de la carretera que ofrece la carpa que pesca del limítrofe río. Y en
ese mismo camino hemos atravesado Lezhe, la localidad que, bajo un gran arco porticado,
acoge los restos mortales del héroe Skanderbeg. La carne se repite en la cena como menú
habitual, normalmente es de ternera y la sacan, por costumbre, bastante hecha.
El sexto día lo dedicamos al senderismo. Hacemos ocho kilómetros de ribera fluvial por un
camino señalizado como GR hasta un punto de encuentro por el Valle del Theth que se adentra
en la senda hacia el denominado Ojo Azul, una charca de agua cristalina que se forma en un
recoveco plano de la montaña como fruto de un manantial. Sumamos tres kilómetros más por
una senda escarpada, con altibajos y numerosos rulos que obligan a ser lo más precavido
posible, hasta llegar a la citada charca.
Aunque el agua está congelada, no faltan quienes, atraídos por sus refulgentes tonos, se
zambullen para probarla. Desandamos los últimos tres kilómetros para sentarnos ante un
restaurante en el que nos sirven carne a la parrilla. Desde allí retornamos a nuestra base
donde, por un día, dispondremos de unas horas de descanso para recuperar algo de energía.
Los duros e hinchados almohadones que suelen gastar los alojamientos y el hecho de que a las
seis de la mañana ya penetre la luz del día por las translúcidas cortinas que separan la
habitación del cristal de las ventanas, no son factores que ayuden a conciliar el sueño durante
demasiadas horas. La pausa de esta tarde ayuda a apreciar el entorno montañoso de estos
conocidos en el país a modo de reclamo turístico como los ‘Alpes’ albaneses.
Por la tarde recorremos el principal pueblo del Valle del Theth, en el que residen 400 personas
durante todo el año, tres meses aisladas por la nieve y sin colegio. Destaca la iglesia católica –
no es lo habitual- rodeada de una amplia extensión de césped que sirve de cementerio y de
campo de fútbol provisional. No de pasto para los animales porque la valla de madera que la
circunvala solo puede superarse mediante escalera, ya que no tiene puertas precisamente
para evitar que se queden abiertas y entren caballos y vacas.
El otro punto de interés lo constituye la torre museo, que recuerda las deudas de sangre. La
cuestión es que si alguien mataba a otra persona, la familia de esta última tenía derecho a
quitar la vida a alguien de la familia del asesino, y la cadena seguía porque igualmente existía
el derecho a la venganza por parte de esta última y así hasta casi la exterminación.
En esta torre se negociaba hasta un máximo de quince días para ver si, de alguna forma, se
condonaba esa sentencia, que solamente afectaba a varones mayores de 14 años. Si no se
solucionaba, la persona que había asesinado y su familia disponían de 48 horas de tregua.
Y en este ambiente alpino, con las temperaturas que bajan unos 15 grados del mediodía al
anochecer, cenamos bien abrigados los platos habituales: ensalada griega, carne de cerdo o de
ternera, queso, patatas y, como novedad, una especie de pan insípido bañado en queso.
Ruta senderista hasta la cascada de Thethi

El séptimo día saldremos del Valle del Theth, aunque antes realizaremos una segunda ruta. Se
trata de un recorrido senderista a la cascada de Thethi. En total, unos siete kilómetros, entre
ida y vuelta y con un tramo de unos doscientos metros complicados saltando y escalando por
rocas, para contemplar el salto del agua de unos 35 metros de altura y su posterior expansión
en pequeñas cascadas.
En cualquier caso, del valle, de los Alpes albaneses, más técnicamente los Alpes Dináricos, nos
quedamos con las panorámicas. Y no porque ascendamos a grandes alturas, que no superan
los 2000 metros, sino por la esbelta correlación de picos de montaña circundados por
altiplanos.
Después de la ruta nos esperan dos horas largas de carreteras sinuosas, mareantes, por las que
hacen malabarismos las furgonetas cuando se cruzan en ambos sentidos para pasar las dos.
Parece interminable el recorrido, pese a que paremos unos minutos en una cima para disfrutar
del silencio y de la visión. Y así llegamos a una cárcel -sí, curiosa entrada y salida del valle- que
nos anuncia que se acabó la pesadilla de curvas.

Poco después nos plantamos en la ciudad de Skhoder, la más populosa -con alrededor de
100.000 habitantes- del norte de Albania. Destaca por su aire cosmopolita -de hecho, aquí
vemos la primera franquicia internacional de hamburguesas- la animación de sus céntricas
calles peatonales.
Paseamos entre ellas, en las que abundan principalmente bares y restaurantes. Constituye
también un referente cultural en el país por los movimientos literarios o nacionalistas que aquí
han surgido, y sobresale también por su mayoría católica, al contrario que en urbes anteriores,
casi todas de religión musulmana u ortodoxa.
Entramos en su enorme catedral católica del siglo XVIII, una excepción que permitió el imperio
otomano con la condición de que su campanario no superara en altura a minarete alguno de la
ciudad. Después, en época comunista fue reducida a cancha de voleibol. En la actualidad
cumple su misión religiosa.
Posiblemente, y más allá de las abarrotadas playas jónicas, Skhoder sea la ciudad con más
animación internacional que contemplamos, por encima de Kruja o Berat, que mantienen en
mayor medida su esencia, pese a su total adaptación al turismo multitudinario que ya invade
sin ambages Albania y que dispara los precios.
Para hacernos una idea, una pizza media está sobre los ocho euros, una ensalada griega sobre
los 3,5; una sopa, por tres; y un plato de pasta con marisco, por unos nueve. Los refrescos en la
calle en cualquier terraza no bajan de los dos euros, y las cervezas andan sobre 2,5. Se puede
pagar con euro en casi todos los sitios; y con tarjeta de débito o crédito, en el 60% más o
menos de los que vamos.
Mañana nos espera madrugón, ya que a las seis saldremos hacia Kosovo previo paso de
extremo a extremo por el lago Koman para desembocar en Fierze.
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